El poder no se grita: el arte de no pedir permiso para valer

Toda cultura produce símbolos. Pero no todos los sujetos tienen agencia sobre ellos.

En una época donde el poder ha migrado del grito a la representación, dominar lo simbólico no es una frivolidad estética, sino una estrategia ontológica: quien no elige sus signos, termina habitando los del sistema. Y el sistema no es neutro. Está diseñado para premiar lo funcional, lo vendible, lo replicable.

Sin símbolos propios, el yo queda poroso, disponible a ser narrado desde afuera. Y lo que parece simple falta de estilo, es en realidad una rendición semiótica: vestir como sea, hablar como siempre, comer lo que haya… no son decisiones inocuas. Son formas en que el cuerpo deja de ser territorio narrativo y se convierte en superficie ocupada.

En esta segunda parte, exploramos las secuelas de no dominar lo simbólico: Cómo la identidad se vuelve maleable ante la tendencia, cómo la autoestima se vuelve rehén del entorno, y cómo el capital simbólico —según Bourdieu— puede funcionar como una forma de poder silencioso, capaz de legitimar incluso a quien no tiene nada más.

Porque si el mundo ya no se estructura solo en torno al capital económico, sino también al cultural y al simbólico, entonces la gran pregunta no es “cuánto tenés”, sino:

¿Qué símbolos estás emitiendo?
¿Y quién está leyendo tu código?

Autoestima dependiente del entorno

Si no diseñás tus rituales, tus marcas, tus gestos… el sistema lo hará por vos. Y el sistema no está hecho para cuidarte. Está hecho para categorizarte, escalarte, optimizarte.

Como bien señala Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad del rendimiento donde cada sujeto se convierte en su propio explotador. En ese contexto, el yo deja de ser fin en sí mismo para convertirse en un proyecto medible, un KPI emocional.

“El sujeto neoliberal se explota a sí mismo creyendo que se está realizando.”

El problema es que, sin símbolos propios, no hay autoafirmación posible. Y entonces la autoestima se vuelve transaccional: depende de si gustás, de si rendís, de si producís. No te valorás por quién sos, sino por lo útil que resultás. Autoestima por performance. Amor propio por validación.

Esto conecta con lo que Carl Rogers planteaba desde la psicología humanista:

“Cuanto más condicionado está el amor que recibimos, más difícil es desarrollar una autoestima genuina.”
Si todo lo que nos valida viene de afuera —ventas, likes, aprobación— entonces construimos el yo como fachada.
Una fachada sin cimientos.

Desde la teoría de la comunicación, Erving Goffman nos da otra clave potente. En La presentación de la persona en la vida cotidiana, propone que vivimos “actuando” ante los demás, en una especie de teatro social. Pero si no elegimos nuestros propios signos —si no tenemos escenografía simbólica propia—, entonces actuamos para un guion ajeno. Y cuando no encajamos en él, sentimos que no valemos.

Un yo simbólicamente empobrecido no se percibe como sujeto valioso, sino como recurso útil. Y vivir así es vivir en evaluación constante.

Identidad porosa en un mundo líquido

Zygmunt Bauman lo dijo con claridad quirúrgica: vivimos en la modernidad líquida, donde nada es sólido, todo es transitorio. Relaciones, trabajos, gustos, convicciones… todo está en flujo. Y en ese escenario inestable, la identidad —que antes se construía con raíces— hoy se arma con tendencias.

“La identidad ya no es una herencia, sino una tarea.”
Zygmunt Bauman, “La identidad”

Pero, ¿qué pasa cuando no tenemos rituales propios que nos anclen? Sos como una botella sin corcho: te entra el agua de afuera. Likes, algoritmos, opiniones ajenas, el “para vos” como oráculo.

En términos de teoría de medios, Marshall McLuhan advirtió que “el medio es el mensaje”, y eso significa que el formato que usamos para comunicarnos también moldea lo que somos. Hoy, nuestras identidades se diseñan en medios que favorecen lo efímero, lo visual, lo viral.

Tu subjetividad empieza a editarse en función de lo que el algoritmo aprueba.

Y ahí entra otro autor fundamental: Jean Baudrillard, con su concepto de simulacro. Vivimos rodeados de imágenes que ya no representan realidades, sino otras imágenes.

“Lo real ya no es lo real, sino una serie de signos que lo sustituyen.”
Baudrillard, “Simulacros y simulación”

Cuando no tenés símbolos propios, terminás copiando estéticas que no significan nada para vos. Te volvés interfaz sin contraseña, abierta a que cualquiera te programe, te moldee, te habite.

La porosidad simbólica es peligrosa porque no se siente. Se desliza. Y un día te das cuenta que ya no sabés si eso que amás… lo amás vos o lo aprendiste a amar.

Desconexión del cuerpo como territorio simbólico

El cuerpo no es solo biología: es territorio narrativo. Y como todo territorio, puede ser habitado con presencia o colonizado por el descuido.
En un mundo que acelera todo, se vuelve normal vestirse sin intención, comer sin pausa, moverse sin conciencia. Pero esas decisiones —aparentemente menores— no son neutras. Son mensajes simbólicos internos. Y cuando se repiten, constituyen una gramática:

“No merezco cuidado. No merezco forma.”

Aquí resuena la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty, para quien el cuerpo no es un objeto que tenemos, sino el medio a través del cual somos en el mundo.

“No tenemos un cuerpo, somos nuestro cuerpo.”
Negar el gesto ritual —una prenda elegida, una postura erguida, un bocado presente—
es negar el lenguaje a aquello que somos.

Desde la psicología, Alice Miller y la terapia corporal han señalado cómo el cuerpo guarda memorias emocionales, y cómo el descuido persistente puede leerse como un eco somático del abandono emocional. La frase “me dejé” —tan común cuando alguien atraviesa crisis— es literal.

También Bourdieu, al hablar de habitus, explica que las prácticas cotidianas no son aleatorias: son formas incorporadas de estructura social. Cómo comemos, cómo caminamos, cómo nos peinamos… todo eso dice algo. Y cuando se hace sin agencia, reproduce el lugar que nos asignaron. El lugar de lo servicial, de lo invisible, de lo no decorativo.

Entonces, cuando dejamos de ritualizar el cuerpo, no solo perdemos estética: perdemos agencia simbólica.

Y sin forma, no hay figura. Solo repetición.

Rendición estética ante la hegemonía cultural

Lo simbólico también es político.
Toda estética implica una elección, y toda elección configura un lugar en el mundo. Pero cuando no elegís conscientemente tus signos —colores, palabras, formas de estar— terminás usando los dominantes: los del mercado, los del algoritmo, los de una élite que te observa, pero no te incluye.

Y ahí entra Guy Debord con una advertencia incómoda: Vivimos en la Sociedad del Espectáculo, donde la representación ha reemplazado a la experiencia, y la apariencia se vuelve el centro de lo real.

“Todo lo que alguna vez fue vivido directamente, se ha alejado en una representación.”
Debord, 1967

En este espectáculo, las estéticas dominantes funcionan como uniformes invisibles: si no las adoptás, quedás fuera del encuadre. Y si las adoptás sin cuestionarlas, te volvés parte del decorado.

Desde la sociología de la moda, Frédéric Godart advierte que la moda —lejos de ser superficial— es un sistema de signos que produce distinción social.

“La moda no es solo vestimenta. Es una forma de inscribir al individuo en el tejido simbólico del mundo.”
Godart, “Sociología de la moda”

Por eso, copiar estéticas que no te pertenecen, sin saber de dónde vienen ni qué códigos portan, es un acto de rendición simbólica.
Una cesión de soberanía. Cada vez que adoptás sin procesar, resignás tu inscripción en el mundo. Y sin inscripción, el yo deviene decorado: lindo, sí, pero sin voz.

En un mundo que nos fragmenta, acelera y distrae, tener símbolos propios es un acto de resistencia. Un ritual no es solo un gesto bonito. Es un código. Una frontera. Una afirmación íntima que dice: “esto soy yo, y esto no”.

Porque si no elegís tus signos, los elegirá el sistema. Y el sistema no te quiere libre: te quiere replicable.

Cada prenda que vestís con intención, cada palabra que usás como emblema, cada gesto que ritualizás… es un ladrillo en la arquitectura de tu poder.

Este blog no trata de estética por estética. Trata de poder. De presencia. De narrativa personal como antídoto frente a la disolución identitaria.

Porque el capital simbólico —ese que no se ve, pero se siente—puede convertir incluso la falta de recursos en una forma de legitimidad. Y cuando eso se sostiene, se vuelve magnetismo.

El verdadero poder no se grita.
Se representa.
Se encarna.
Se ritualiza.

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El poder no se grita: se representa