El poder no se grita: se representa

Lo simbólico como estructura de sentido: una mirada desde la comunicación y la antropología

Desde los albores de la humanidad, los rituales han funcionado como tecnologías simbólicas para producir cohesión, sentido y control social. Mucho antes de que existieran los algoritmos, ya existía el fuego rodeado por cuerpos danzantes, las coronas, los anillos, las banderas. No eran adornos: eran lenguajes sin palabras.

Autores como Victor Turner y Clifford Geertz abordaron los rituales como sistemas de actuación cultural que dramatizan valores compartidos. En otras palabras, los rituales no solo expresan algo: lo crean.
Y es precisamente en esa creación de realidad donde entra la comunicación como disciplina.

En el ámbito de la comunicación, Erving Goffman nos recordó que todos los días actuamos roles sociales en escenarios simbólicos. Nuestra identidad no es un núcleo fijo, sino una construcción que se sostiene por signos, rutinas y repeticiones. Como en una obra de teatro, el vestuario, el tono de voz y los objetos que nos rodean no son inocentes: son significantes que posicionan al sujeto frente al otro y frente a sí mismo.

Ya lo advertía Roland Barthes: incluso lo que parece trivial (una manicura, una copa de vino, una selfie frente al espejo) puede operar como mitología moderna, cargada de sentido ideológico y afectivo.

En otras palabras: lo que hacemos ritualiza lo que somos. Y más importante aún, le dice a nuestro cerebro quién cree que somos.

¿Qué son los símbolos y rituales?

De la tribu al Zoom: cómo evolucionó lo que nos sostiene

Los rituales y símbolos han existido desde que el ser humano necesitó pertenecer. En palabras simples, son formas compartidas de dar sentido al mundo. No son cosas: son representaciones de algo mayor.

  • El fuego en el centro del círculo.

  • El gesto al saludar.

  • La ropa de luto.

  • El himno antes de un partido.

Todo eso son formas simbólicas que organizan la experiencia humana y nos dicen, sin palabras, quiénes somos, qué se espera de nosotros y qué está permitido sentir.

Antropólogos como Victor Turner veían el ritual como una representación dramatizada del orden social. Y en la comunicación, autores como Erving Goffman lo explicaban como “la actuación” de nuestra identidad: cada día actuamos un rol, con escenografía incluida.

Pero en esta era… algo cambió.

De lo sólido a lo líquido: la inestabilidad simbólica

Con la llegada de la modernidad líquida (sí, aquí entra Zygmunt Bauman, pero light, relax), el mundo se volvió más rápido, más cambiante, más inestable. Ya no nacés con un solo rol ni con símbolos fijos:

  • No hay una religión única.

  • No hay una estética obligatoria.

  • No hay una sola forma de ser mujer, hombre o éxito.

Todo es más libre, sí… pero también más incierto.

Y ahí viene el plot twist:

En un mundo líquido, el símbolo no desaparece. Se vuelve más personal. Más íntimo.
Ya no es el rito colectivo lo que te sostiene, sino los pequeños rituales privados que afirmás cada día.

Rituales modernos: la microcoreografía del yo

Una taza que usás solo para escribir. Un perfume que activás antes de una reunión. Un lipstick que no te ponés por estética, sino para recordarte que no estás pidiendo permiso.Eso también es un ritual. Y en esta era líquida, los rituales no se heredan: se diseñan. Cada uno de nosotros tiene la tarea de inventar sus propios símbolos, no porque estemos solos, sino porque la pertenencia ahora empieza por uno mismo.

¿Qué es un ritual y por qué tu cerebro sí se lo cree?

Un ritual no tiene que ver con incienso o velas —aunque pueden estar—. Es cualquier acción que repetís con intención simbólica. Algo pequeño, cotidiano, pero que decidís tratar como sagrado.

Y aunque vos “sepas” que es solo una taza o un labial, tu cerebro no lo distingue. Para él, si una acción se repite con carga emocional, entonces es real.

Lo simbólico se vuelve biológico.
El gesto constante reescribe la narrativa interna.
El cuerpo lo actúa, el cerebro lo cree y el ego lo sostiene.

Así, lo que empieza como un detalle… termina convirtiéndose en identidad.

¿Por qué nos importan los rituales? ¿Por qué queremos moldear la identidad?

Porque existir es insostenible sin sentido. Porque si no lo diseñamos, alguien más lo hará por nosotros.
Porque en un mundo de sobreestimulación y scroll infinito, lo único que nos ancla es saber quiénes somos… o al menos quiénes decidimos ser hoy.

La identidad ya no se hereda. No te la da tu apellido, tu título ni tu trabajo. La vas tallando, día a día, con símbolos que elegís sostener. Y eso, en esta era líquida, es un acto profundamente político.

¿Quién moldea la identidad hoy?

Antes lo hacía la Iglesia. Luego, la familia. Después, la escuela y el Estado. Ahora… la identidad es un campo de batalla distribuido:

  • La publicidad sugiere.

  • El algoritmo selecciona.

  • El entorno refleja.

  • Y vos, en medio, negociás.

Pero acá el truco: Si no ritualizás quién sos, te convertís en el resultado de lo que otros proyectan.

¿La identidad es poder? Sí. Absolutamente.

Porque en un mundo donde todo es contenido, el yo también lo es. Y no me refiero al yo como selfie o branding. Me refiero al yo como estructura simbólica. La persona que sostiene su identidad desde adentro, sin necesitar validación constante, tiene un poder que no se puede comprar.

Poder no es gritar.
Poder es saber lo que valés sin tener que probarlo.

¿Quién tiene el poder ahora?

Los que saben narrarse.
Los que crean símbolos que otros imitan.
Los que entienden que el branding no empieza en una agencia, sino en la forma en que entrás a una habitación, ofrecés tu silencio o elegís un color de uñas.

El poder oculto de lo simbólico

  • Los ricos no compran solo relojes: compran tiempo y estatus.

  • Las empresas no hacen solo logos: hacen tótems de poder.

  • La gente no se viste solo por estética: se disfraza de quién quiere ser.

Y lo más potente:

Esto también lo podés hacer vos.

Aunque no tengas el entorno perfecto, podés usar los símbolos a tu favor para reconfigurar cómo te percibís, cómo actuás y qué tolerás.
No es mentira. Es narrativa. Y la narrativa —bien construida— siempre gana.

El signo, el símbolo y el yo como construcción

Según Ferdinand de Saussure, el signo lingüístico está compuesto por un significante (la forma) y un significado (el contenido mental que evoca). Lo interesante es que esta relación no es natural, sino convencional: las palabras significan lo que acordamos que signifiquen.

Umberto Eco expandió esta noción al decir que todo puede volverse un signo: un vestido, una marca, una postura corporal. En su obra La estructura ausente, Eco advierte que en una sociedad saturada de signos, el sentido ya no se encuentra: se construye.

Así, en la modernidad líquida, donde no hay estructuras fijas ni relatos colectivos sólidos, la identidad se convierte en un texto abierto que cada quien tiene que escribir… y sostener.

Cuando elegís un símbolo —un gesto, un objeto, una rutina— para afirmar tu narrativa interna, no estás jugando. Estás creando un anclaje semiótico que tu cerebro interpreta como verdad.

Y cuando eso se repite con intención, se transforma en autoimagen, luego en comportamiento… y eventualmente, en poder.

Porque el poder simbólico no se impone: se encarna.

El mundo no está hecho solo de hechos. Está hecho de símbolos. Y en una era donde el ruido lo ocupa todo, quien domina los símbolos, no necesita gritar. Su sola presencia comunica. Su silencio tiene estructura. Y su identidad —aunque líquida— se vuelve forma.

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